Cuando tenía pocos años fui a una casa en el monte, allí, junto a mis primos, encontramos un sapo muerto en una balsa, su gordura y pestilencia nos maravilló, así que estuvimos jugando a lanzarlo por los aires todo el fin de semana.

Antes de marcharnos de allí y abandonar nuestro estado de bárbara naturaleza, despedazamos el cuerpo inerte y magullado de aquel animal en un rinconcito de la casa, con las navajas que tanto yo como mis primos teníamos pocas oportunidades de usar cuando nos encontrábamos en la civilización y que, con entusiasmo, sacábamos a la menor oportunidad.

Enterramos aquellos restos, más como si fuésemos piratas que entierran un tesoro que a modo de funeral, pues todavía no teníamos una noción demasiado clara de lo que estaba bien y lo que estaba mal.

Años más tarde el destino dispuso que volviese a aquella casa, ya sin primos, sin navajas y con la balsa convenientemente vallada y seca. Tuve la oportunidad de desenterrar aquellos huesos, ya limpios, que descansaron muchos años más en un frasco en mi habitación con una etiqueta inconfundible: Batracio.

Aquel nombre se lo había dado entonces mi padre y tanto yo como mis primos habíamos celebrado mucho que los sapos de toda la vida se pudieran llamar de un modo diferente.

Batracio, batracio, batracio.

Aquellos huesos ya no eran simplemente los restos de un animal gordo y pestilente que unos pequeños energúmenos hubieran estado profanando durante un fin de semana eterno, sino el testigo mudo de que una vez existió una juventud desbordante de violenta curiosidad.